Aquel lejano 2020 estuvo lleno de oportunidades, una protagónica, para desnudar la que llamaré “la tercera pandemia”. Aquella es la pandemia de narcisismo, reflejado con lucidez en la del descrédito científico, el consumo, la codicia, las adicciones y la obesidad.
Legítimas todas las dudas, pasamos de repasar el método a imponer nuestro argumento antibalas por excelencia: “yo lo vi, lo leí, lo escuché, lo oí, lo investigué en YouTube (después de haberme creído popular por diseminar memes en contra de la clase de metodología de la investigación y llorar por el proyecto de grado de poca monta que he decidido llamar tesis), por lo tanto lo creo y es cierto: la tierra es plana, el COVID-19 no existe, el cambio climático es una estafa, los hipopótamos hay que adoptarlos, las mascotas son hijos, los empresarios…”
No es increíble que en tal sustrato de caos social, desinformativo y frenético se hubiera puesto de moda entre los intelectualoides el exponer el sinnúmero de falacias clásicas y novedosas que circulan abundantes entre la espesura de las noticias falsas y las menos falsas.
Estos neofilósofos, delirando de relevantes, se deleitan señalando y describiendo lo que van encontrando, como entrenadores Pokémon que la pasan atrapando hombres de paja por allí, falsos dilemas por allá, ataques ad hominem por doquier y, de nuevo, la ubicua y barata apelación a la máxima autoridad: yo.
¿Quién?
Nada menos que yo mismo, el experto en todo, el árbitro infalible de todas las decisiones humanas, el portador de los valores supremos del éxito que tendré algún día, el que merece (y sabe de) todos los placeres, el conquistador letal, el amante inagotable, el empleado perfecto…
El gran peligro que advierto no es esta viga en el ojo propio que no nos deja percibir la intención del homicida que nos dice las cosas que siempre quisimos escuchar o de la pareja que nos manipula a quedarnos en una relación tóxica.
El gran peligro es la manera en que tomamos decisiones críticas, por ejemplo: en el ejercicio profesional, en democracia, o ante una situación (o desastre) natural con el potencial de jodernos a todos, basados en estos impulsos del “yo creo” en lo que las noticias y los influencers me dicen, porque me gusta y soy afín.
El narcisismo es nuestra más grande vulnerabilidad. Es el motor del agresor que ha sido provocado por los celos, de la mujer que le dice “sí” a casarse con el extranjero que le dará el dinero y el sueño americano que ella se merece (aunque no esté dispuesta a cambiar su estilo de vida tan wow), del gringo que sueña con una hermosa y joven esposa latina; es el hambre de reconocimiento que el enemigo ágil alimenta con los manjares de las adulaciones. Es la «necesidad» que abre un espacio a la promesa del político que sale con una ley populanimalista para la gestión del mayor recurso estratégico nacional.
La opinión informada, uno de los unicornios contemporáneos, será cada vez más escasa e imperceptible en esta ruidosa galería informacional. Las opiniones sobre asuntos mínimos, de si nos gusta el jugo de guayaba o el de guanábana, deben ser “zumbidos de moscas” a nuestros oídos. Las opiniones que inciden en las decisiones críticas, en el territorio de la vida, la dignidad y los derechos humanos, en fin, las decisiones con peso ético no son para estar pensando en el “es que yo…”
Sebastián Ruiz
Médico editor
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