El pito estruendoso de un carro, me saca repentinamente de mi somnolencia diaria y me recuerda que estoy en medio de la jungla de cemento que se abre paso en medio de vendedores ambulantes, habitantes de calle pidiendo limosna en cada semáforo y la gente apresurada que baja de los buses que estacionan en cualquier esquina, sin el habitual aviso de paradero. 

Es Armenia, la “ciudad milagro”, la cual ya no recuerdo porqué pero que creo que es por las décadas que ha sobrevivido a la ambición desmedida de líderes que cada cuatro años utilizan su mejor vestuario, con abrazos y sonrisas fingidas para engañar al incauto votante que no le importa quien gane las elecciones de turno, porque es más importante conseguir para el mercado, los servicios públicos y el arriendo que el nombre de quien juega su protagónico en medio de un circo vistoso instalado en la “Plazoleta de la Quindianidad”.

Mientras observo el aumento desmedido de vehículos, de gente con acento desconocido, nubes de smog y calles rotas, donde he caido tal vez una o dos veces, con un tobillo adolorido, me invade una sensación escalofriante que recorre mi existencia: DESESPERANZA.

Esa, plasmada en los ojos de zombies, en un estado de letargo, mientras atienden vitrinas, cuidan carros y escriben en sus computadores obsoletos, esperando que transcurran las ocho, diez y hasta doce horas, para revivir al recibir algún fajo de billetes que medianamente les permitirá sobrevivir, anhelando en lo profundo de su ser, un golpe de suerte que cambie sus miserables existencias. Es Armenia entre los sonidos del silencio. El silencio de los poderosos, los ambiciosos, los avariciosos, los que dejaron en el pasado la Armenia majestuosa, el centro imponente del “pedacito de cielo”. Un rompecabezas que añora ser armado por quien tenga la agilidad, inteligencia y sobretodo honestidad para levantar esta mágica ciudad en medio de los escombros dejados por años de administraciones fallidas lideradas por simples “buenas personas”.

Adriana Ruiz

Comunicadora social y periodista

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