Crecí con muchos miedos diferentes. Cada día iban sumándose nuevos o simplemente fui aprendiendo a vivir con los antiguos. Cuando era chico tenía miedo a quedarme solo, pasaba incontables horas metido debajo de la cama cuando mis padres tenían que salir y me dejaban con la compañía del televisor. Ya más grande, comenzó el miedo al rechazo, cosa que me hizo ser un niño tímido que no hablaba mucho; seguí sumando miedos: algún animal, aliens, al fin del mundo. Unos se iban, otros nuevos llegaban, y algunos simplemente seguían, pero dejaban de importar. Mi mayor miedo desde siempre ha sido que de alguna forma se llegase a restringir algo a lo que llamaba libertad.
Al final del colegio y hasta llegar al inicio de los 20’s todos los muchachos de mi país compartimos un miedo en común: el servicio militar obligatorio. Pues esto implicaba tener que pasar uno o dos años encerrado en una instalación militar siendo reducido a ser una simple pieza de ajedrez a la que un peón cualquiera, pero con mejor sueldo, podía enviar a hacer cualquier cosa, por más poco digna que ésta resultara. De todo eso, lo que temía era el tener que pasar todo ese tiempo sin la posibilidad de salir a donde quisiera con el reducido grupo de amigos con los que andaba en esos años. Era normal para nosotros, un día después del colegio, que tomáramos nuestras bicicletas, a las cuales les hacíamos toda la mecánica nosotros mismos, y partiéramos con rumbo desconocido. El Perro, el Mocho, el Medias, el Gordo, el Cóndor y el Cabezón (este último era yo) pasamos innumerables tardes, sucios, cansados, sudados y con un costal lleno de plátanos, naranjas, guayabas y otras cosas que íbamos recogiendo de las fincas por las que nos perdíamos. Era una libertad de la que no éramos conscientes en su momento.
En esos días los militares iban en camiones recorriendo la ciudad, buscando jóvenes desprevenidos para pedirles papeles y si estaban peligrosamente cerca a los 18 años y no tenían la libreta militar comprada, subirlos como ganado a su camión y condenarlos a pasar ese tiempo sin identidad, viviendo cosas que ni ellos mismos se atrevían a contar. Yo he visto lo que hace la violencia en el ser humano, he tenido que visitar más veces de las que quisiera a familiares cercanos en la cárcel, nunca quise estar expuesto a sus diferentes tipos. Para mí no había mucha diferencia entre esta reclusión y la de las cárceles. Mala alimentación, maltratos físicos y psicológicos, exposición a condiciones inhumanas, todo igual.
De mi grupo de amigos, el Medias y el Gordo fueron los cobardes (o sensatos, nunca supe qué palabra era mejor para describirlos) que no se presentaron el día que los militares citaron a todos los estudiantes hombres de último grado de colegio a presentarse en el Coliseo del Café, un lugar con ínfulas de ovni muy icónico en mi ciudad. Los otros 4, junto al resto del salón sí nos presentamos. La cita fue muy a las 6 am. Llegamos muy puntuales, hacía frío, nos pusieron en una fila en la que nos tuvieron por 5 horas y en las que nuestro único entretenimiento era ver una sección muy pequeña del montaje de un circo que estaban haciendo en el lote de frente.

Finalmente, nos dejaron entrar a ocupar un espacio en las gradas del recinto. Dentro de este se sentía un ambiente de campo de concentración. Hacía frío, teníamos hambre, había filas y filas de jóvenes entre 15 y 20 años de edad a los que los menores de 16 los enviaban por un camino, que en ese momento era un misterio. A los de 17 años o más los enviaban por otro camino que era el que conocíamos, pero no por eso era más deseable.
Ese segundo camino, menos misterioso, era un pabellón en el que llevaban grupos de 20 o 30 jóvenes para ponerlos en fila, unos frente a otros, los hacían desnudar, los dejaban un tiempo así mientras los patrullaban un par de soldados, para finalmente, ser inspeccionados por un médico que les palpaba los testículos con un guante y después, con esa misma mano, les hacía bajar la lengua. Nunca se cambió ese guante en todo el día. Yo, que era menor de 16 años, tuve la fortuna, después de pasar todo el día allá, de haber sido enviado por el camino desconocido, el cual consistía en llenar un formulario y salir del coliseo por el costado en el que estaban ensamblando el circo.
Al salir de este, con lo primero que me crucé ya muy a las 5 de la tarde, fue con un atardecer enrojecido que iluminaba de forma onírica la jaula de los leones. No sé si por el hambre, el frío o las horas de reclusión de lo que en mi cabeza era un campo de concentración, pero recuerdo esa imagen como una de las más potentes de mi vida. Me acerqué a esta los animales sin preguntar si podía o no. No había ningún obstáculo que me impidiera llegar a ellos. Cuando estaba a menos de medio metro de ellos, toqué la pata y crucé la mirada con un león joven, triste, delgado, hambriento, cansado. Había tanta frustración en esos ojos, sentí su deseo de libertad, había visto esa tristeza antes en las cárceles, en los muchachos que hacían servicio militar obligatorio, en las personas encerradas en la violencia. Ese fue el primer momento que tuve conciencia de la libertad que tenía. Fui consciente de mi libertad para subirme a mi techo a disfrutar un atardecer, de la libertad de disfrutar la lluvia tocando mi cara, de la libertad de poder salir a caminar sin rumbo. Fui consciente de que podría salir a conocer el mundo. En ese momento comenzó mi sueño de llegar a lugares a los que mi niño interno pensaba que eran imposibles.
¿Spoiler? Lo logré.

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