Creo que nunca se ha hablado en El Cuyabran sobre El Cuyabran. Y la verdad es que meterse en este proyecto ha sido un motivo para conocer lo bueno y lo malo de la gente. El caso más reciente se desencadenó con una nota que alcancé a bajar de las redes, convencido que lo mejor era no publicarla. Afortunadamente, luego de una noche de buen sueño uno tiende a recuperar la perspectiva, y la volví a subir.
La cuestión estuvo rara porque el artículo no era un publirreportaje. No se recibió un peso para hacerlo, ni tenía un fin comercial. El tema en torno al cual giró la nota era evidenciar una situación que nos afecta a todos, y lo que nos movió fue puramente periodístico. Sin embargo, la coautora de la publicación trabaja con alguien que pensó que le debíamos hacer publicidad al lugar al que ambas pertenecen. Y sin ninguna vergüenza, esta persona procedió a exigirle que sonara más el establecimiento y le reprochó por no haber hecho promoción de uno de los productos que vende.
¿Cómo hacerle entender esto a esa persona horrible? El hecho de haber nombrado al negocio en cuestión en medio de la nota podría ser considerado Free Press (aunque, de nuevo, el fin no era comercial). Y como su nombre lo indica, es gratuito. Un favor. Un cariñito, el darle visibilidad a alguien que no te aporta un peso.
Por lo cual, persona extraña y sin criterio, no tienes la posibilidad de exigir nada.
Es entendible que no maneje el concepto. El individuo aquel no es comunicador social. Y cayó, como caen muchos más, en un error conceptual que les hace creer que, por saber dónde poner las tildes, ya pueden hacer esta labor mejor que los que la estudiamos como profesión. Porque sí señores: esto se estudia. Aparte de todo está la experiencia. En mi caso ya sumó 21 años de graduado, mientras la coautora puede contar tal vez 15. Que alguien conocedor de otro campo del conocimiento venga a darnos cátedra de cómo ejercer nuestro oficio es algo absolutamente irrespetuoso, que demuestra una ignorancia rampante y una soberbia que resulta odiosa.
Como decía al principio: este es el más reciente caso. Pero me he encontrado antes con el actor de la cultura que, empezando con el proyecto y pidiéndole una entrevista, aminoró mi capacidad de poder dirigir algo medianamente interesante o valioso. Con unos dos o tres posibles colaboradores que se comprometieron y luego desaparecieron dejándome con la fiesta armada. Y con el que, ofreciéndole una pauta comercial, me pidió la garantía de que si no mejoraban sus ventas no le cobrara, como si pudiera ir a su establecimiento, tomarme tres cervezas y luego pedir que me salieran gratis porque no me gusta el vallenato que pone a sonar.
Del poquito tiempo que lleva el medio de comunicación y habiendo pasado por este tipo de conversaciones, me doy cuenta de algo: existe en algunos una actitud de que lo que los demás hacen no tiene valor, mientras que lo de ellos lo merece todo. No sé cómo será en otras regiones, pero en el Quindío pasa mucho. Porque una cosa es el trato que el local le da a su coterráneo y otro, mucho más caluroso y abierto, el que le ofrece al foráneo. Supongo que Medellín es Medellín porque allá sí hay cultura de cooperación, de tirar todos para el mismo lado. Y eso genera un ecosistema de negocios que en esta finquita estamos muy lejos de lograr.
PD: Pasadas unas horas de haber escrito esta columna empezaron a llegar muchas y muy buenas noticias. Fue como Dios o el Universo diciéndome: no te quejes. Aún hay personas buenas.
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