“La literatura es lo esencial, o nada”
Georges Bataille (1957)
Ha sido un intervalo largo, algo como un mes y medio. Ha pasado “de todo”. Aún hay café en el supermercado y después de los recicladores pasa el camión de la basura a llevarse las bolsas rasgadas y los residuos macroscópicos; doña Omaira abre el restaurante, enciende la estufa y comienza a despachar desayunos desde temprano. Mi tío Eugenio escucha Kraken en el solar mientras poda el árbol de limón-mandarino. La crisis en nuestra «aldea global» es peor que la de hace un siglo.
Escribo estas líneas en mi pueril disfraz de crítico literario (con sangre chorreando de la boca y todo), durante una soleada y fresca mañana de claridad andina. En el mundo, las enredaderas del negacionismo florecen sobre los monumentos del holocausto nazi; sobre un siglo de publicaciones científicas, proféticas de la emergencia climática; sobre las tumbas de las víctimas de las múltiples jóvenes pandemias, neumónicas y sistémicas.
La negación deliberada es la primera carta en el juego de los delincuentes, de los propagandistas, de los revisionistas, de los que lavan la luca de los narcos y las fachadas de las empresas paramilitares, de los genocidas: “¿de qué me hablas, viejo?”, “esos «falsos positivos» son mentira”, “no hay registros de las transacciones”, “muéstreme los videos…”, “esos niños quemados y desmembrados bajo escombros son muñecos”. En boca de ciertas personas cada palabra significa lo contrario.
Nací en 1984 (y digo «nací» porque así lo hice). Tengo la edad de Winston Smith y una placa de psoriasis me pica en el tobillo izquierdo cuando fumo mucho tabaco. Mientras Twitter condiciona mi acceso a que inactive en mi navegador algunas extensiones de privacidad, repaso las líneas del prólogo de Umberto Eco para el libro de Orwell: “El terrible libro […] ha marcado nuestro tiempo, le ha proporcionado una imagen obsesiva, la amenaza de un milenio bastante cercano, y diciendo «vendrá un día…» nos ha implicado a todos en la espera […], sin permitirnos tomar la distancia psicológica necesaria para preguntarnos si el 1984 no ha ocurrido hace ya tiempo”.
No vivimos una distopía: es la cruda realidad y los pronósticos no son alentadores. ¿Qué les queda a los científicos, los activistas y los artistas para denunciar? ¿Cuánta sangre hace falta en los murales para plasmar las imágenes de nuestro presente apocalíptico y desesperanzado?
La situación es cognitiva y emocionalmente sobrecogedora. En estas condiciones de inmensurable destrucción por inundaciones, huracanes, deslizamientos; por la guerra y su fuego alimentado con la codicia de los imperios idólatras del oro; en la era de agotamiento del espacio habitable, la inminencia del colapso ecológico, de los ríos voladores de la desinformación, los racionamientos de agua, el gobierno de los influencers; en esta época de posibilidades reales de manipulación genética, clonación, subrogación, úteros artificiales, de posibilidades técnicas que dejarían boquiabiertos a los hermanos Huxley… ¿Es posible para un autor hoy en día escribir tal distopía?
En Manizales existen al menos dos médicos escritores: Orlando Mejía Rivera (bogotano de nacimiento) y Octavio Escobar Giraldo (manizaleño). Cada uno tiene en su canon (?) una novela de sabor “distópico” e ingredientes de ciencia ficción cuya “ciencia” se encuentra cimentada en los paradigmas médicos los autores. El Dr. Mejía publicó “La Casa Rosada” en 1997 y el Dr. Escobar “Cassiani” en 2023.
La comparación es difícil porque mi subjetividad no me permite aislarme del hecho de ser discípulo de Mejía y no de Escobar. Aunque ambos autores dedican una buena cantidad de energía al autobombo como estrategia de marketing, las diferencias entre sus libros están posiblemente determinadas (más allá de las diferencias interpersonales y de los estilos) por sus contextos de elaboración: mientras Mejía aún contaba con la romántica incertidumbre del Y2K, el azaroso porvenir del siglo XXI y la sencillez de un destacado “virus” determinante de una muerte poética, a Escobar, el desgaste de este cuarto de siglo de historia planetaria parecen haberle dejado apenas algunos insumos que hicieron que sus intenciones de escribir una obra con marco histórico y bordados de ciencia ficción médica, además de una obra muy fantasiosa, lograran, si acaso, una noveleta cyberpunk, decorada hasta la rimbombancia de retazos pop y poses intelectualistas de colores neón, con algunos de sus personajes principales “obligados a ser espías” y salidos de una mala secuela de Jurassic Park.
Se escribe lo que se puede. Tocará dedicarnos al hiperrealismo.
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…una mala secuela de Jurassic Park