—Mamá, el psiquiatra me dijo que lo mío (y parece tener sentido) puede ser un trastorno de déficit de atención dizque «residual», pero que no me puede recetar anfetaminas porque he sido muy viciosito…
—Usté qué va a tener esa mierda, usté lo que tiene’s el cerebro trastornado de tanto trauma, tanto traque, tanta traba, tanto trago, tanto trabajo, tanto trasnocho, tanto trajín.
Tráigame más bien los cigarrillos…
El asalariado se sentó al escritorio, encendió la máquina de escribir y la pantalla auxiliar. Trabaja en casa. Recuerda que ya no vive con su progenitora. Aunque debería estar conectado al Teams desde las 8:00, su síndrome de disfunción ejecutiva no le ha permitido sentarse a trabajar efectivamente en los ajustes que debía entregar. Hoy, como cada día hábil, intentará usar el horario de oficina para llenar una cantidad de páginas que le permita ganarse su jornal editando «contenido» para una agencia de publicidad, contratista de la industria farmacéutica.
Recibe pocas llamadas, pero en cualquier momento estará hablando con una ejecutiva que le recordará que el cliente requiere «urgente» los folletos para las campañas de mercadeo de tratamientos para la ansiedad, la depresión y el déficit de atención de niños y adultos. La narrativa incluye los síntomas, la neurofarmacología, las supuestas correlaciones entre el cerebro y el mundo, los mecanismos de acción, las implicaciones prácticas… del borrador inicial solicitaron la reducción de la lista de eventos adversos —porque eran muchos— e indican que mejor inserte una gráfica con un viejito sonriendo y los criterios del nuevo manual diagnóstico americano.
El asalariado se ve de nuevo rumiando recuerdos dolorosos; las historias de su infancia, los nombres de las personas que se han ido, las circunstancias en que se fueron. Se ve preguntando el «por qué» de un millón de cosas, si los fármacos que debe deglutir para despertar y dormir, están de verdad estudiados y los resultados de los estudios son extrapolables a personas como él.
Los comentarios del cliente requieren que insista en que el vertiginoso vacío de caer en las entrañas del abismo resulta de un desequilibrio de la comunicación bioquímica al interior de la duramadre, que insista estos fármacos “de última tecnología” le ayudarán al terapeuta a ecualizar las emociones de sus pacientes. Solo requieren un poco de paciencia.
La mancha sigue tomando vida; ahora huele a café descompuesto. Sus alianzas estratégicas se extienden entre un bosque de colillas, instrumentos sucios y zapatos. Los síntomas persisten casi intactos; los sueños yacen en ruinas después de la pensión: el arenero del gato, la ropa no lavada, la tierra de las botas, el sudor ensopando la chancla sólo en el pie que no tiene media.
El asalariado lleva dos meses sin ingerir las pepas que quitan lo “loco” y previenen el terrorismo. Piensa en quienes requieren de su trabajo y para qué, en las bases neurofisiológicas de poseer al interior del cráneo los medios de producción; en el riesgo de iatrogenia social. Sabe ineludible la objeción de consciencia. Decide renunciar. Escribe la carta. Una mula le llevará itinerante por el territorio ancestral.
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