En medio de las dunas de arena de un planeta destrozado en Mad Max: Fury Road, una de las 5 esposas de Immortal Joe dialoga con una de las ancianas rebeldes que viven en el desierto. La mayor abre su maleta.
– Ven aquí. Echa un vistazo- le dice a la más joven.
– Semillas.
– Son de nuestro hogar. Reliquias de familia. No han sido alteradas. Planto una siempre que puedo.
– ¿Dónde?
– Hasta ahora, nada prendió. La tierra es muy infértil. Hay de muchas clases. Árboles, flores, frutas. En el pasado, todos tenían lo que querían. En el pasado, no había necesidad de matar a nadie.
Para muchos que vimos la película, esa escena fue una grata sorpresa. Asistir al blockbuster de la temporada para ver persecuciones y explosiones, y que te metan de contrabando un mensaje feminista y de conservación fue un hermoso detalle que ha permitido que la película no sea olvidada a pesar de los años. Y aunque muchos lo ven como un futuro post apocalíptico muy lejano, es posible que la distopía esté ya entre nosotros; corporaciones como Monsanto o Bayer crean sus paquetes tecnológicos, los organismos multilaterales los exigen, y los gobiernos nacionales obedecen. Hoy en día, para comercializar, solo se puede sembrar la semilla certificada, y de las variedades permitidas.
Aparte de discusiones sobre los efectos del transgénico sobre el entorno en el que crece y la salud de quienes lo consumen, esta dictadura alimenticia también está llevando a la extinción a variedades no comerciales, o como lo llama Óscar Eduardo Arbeláez Giraldo, de la empresa Konuko, las Plantas Alimentarias No Convencionales: “Los cálculos no rigurosos nos señalan que la humanidad se alimenta solo con un 2% de lo que produce la tierra, pero podría estar errado y tener un porcentaje aún menor, porque vos comés fríjoles y conocés 5 variedades, cuando hay miles de variedades; conocés 7 variedades de maíz y hay miles; de yuca hay miles; de papa hay miles. La industria agarró los fenotipos que mejor se adaptaban a su modelo de negocio para volverlos comerciales, pero esto hace que cada día se pierdan semillas porque no se sabe cómo prepararlas para su siembra, porque el que las tenía se murió y no se las pasó a nadie más, porque se perdió en el rastrojo. Hay una pérdida diaria de biodiversidad y de saberes tradicionales”.
Para constatarlo solo hace falta recurrir a la memoria. ¿Hace cuánto no te comes un chachafruto, una guama, una pomarrosa, un mamoncillo? Mientras las áreas productivas se llenan de monocultivos de alimentos con alta demanda de la industria alimenticia, otras especies van quedando en el olvido y es posible que nunca las volvamos a ver.
La semilla del proceso
Me encontré con Óscar en el Mercado Agroecológico del Quindío – Magro, debajo de la góndola del Centro de Convenciones de Armenia. Junto con otros productores, estaba allí presentando la oferta de su emprendimiento, basada en plantas y hongos alimenticios de la región. Tras 13 años de estar dedicado a la gastronomía, desde 2014 empezó a explorar, en proyectos colectivos, la riqueza que guardaban los productos propios del territorio. Hoy en día comercializa proteínas vegetales sustituto de las animales en forma de hamburguesas, por ejemplo; arepas de mote o nixtamalizadas (cocinar el maíz con agua y cal); tacachos amazónicos a base de puré de plátano, ajonjolí y quinua; salsas artesanales; postres con chancarina de maní. “Tratamos de tener una propuesta de alimentos amplia, incluso con snacks, para que la gente nos vea como unos aliados dentro de su nutrición a cualquier hora del día”.
En este proceso de ofrecer preparaciones alternativas a lo que te venden en un supermercado, tanto Óscar como sus compañeros en el Magro han tenido que aprender a que sus clientes se abran a nuevas experiencias. “Como dice mi tío Antonio: nos secuestraron el paladar, cuando nos convencionalizaron la dieta. Tenemos un espectro muy cerrado de sabores, y cuando probamos estas preparaciones más raritas por primera vez, se genera un rechazo que requiere ser acompañado, para hacerle caer en cuenta al comensal que es un alimento natural y sin químicos, que se apoya una economía local y una familia, y ahí la persona va ablandando hasta que el paladar empieza a entender que hay un espectro de sabores mucho más amplio”.
El Magro se ha convertido para muchos como yo en esto: el redescubrimiento de sensaciones que parecen estar guardadas en una memoria intergeneracional. Es una de las victorias que estas familias persiguen a través de tres procesos que nacieron de manera espontánea y por la misma necesidad. El tío de Óscar, Antonio Arbeláez Cardona, y quien ha ido posicionando por ejemplo sus empanadas de pringamoza junto con su esposa, Eloísa, ha sido testigo directo de un movimiento de resistencia en torno a la comida y el derecho a la población a elegir lo que come.
“Luego de vivir varios años de la contaduría pública decidí volver al campo y aplicar algunos aprendizajes, más de mis abuelos que de mi padre. Algunas personas que se van a vivir al campo lo hacen tratando de mantener las costumbres de la ciudad, otros nos insertamos inmediatamente en el mundo campesino. Para mí fue aprender de ellos, de los vecinos, de los viejos; empezar a preguntar, a hacer, a fracasar. En ese proceso nos dimos cuenta de que no había semillas y eran muy escasas, o que empezábamos a depender del paquete tecnológico. Entonces empezamos a tejer relaciones con amigos, lo que terminó convirtiéndose en la Red de Familias de Custodios de Semillas”, recordó.
Seguridad, resistencia y soberanía alimentaria
Pero, luego de sembrarlas y disfrutar la satisfacción de verlas germinar y crecer, ¿qué más se podía hacer con ellas? “Era como tener los árboles y las plantas como en un museo”, afirma. La cocina era la respuesta más inmediata; el uso que tradicionalmente se le da a especies de pancoger. “Semilla que no se usa desaparece, porque no tiene sentido sembrar una cosa que ya nadie emplea. Por eso nos empezamos a reunir un grupo de amigos a cocinar preparaciones alternativas y ojalá con frutos del territorio; a esto le llamamos Pan Rebelde, porque es una propuesta de no al trigo en lo fundamental, y no al azúcar. Fue así como empezaron a aparecer una serie de preparados con otro tipo de harinas y endulzantes”.
La experimentación con estos alimentos no convencionales y el rescate de platos de los que solo se acordaban los abuelos se fue especializando. ¿Su punto de madurez? El Mercado Agroecológico del Quindío. El Magro ha ido creciendo de la mano de una población cada vez más consciente de algo que don Antonio subraya: “Alimentarse es la decisión más política que pueda existir. Atreverse a consumir otro tipo de cosas significa romper con otras políticas que se promocionan desde las multinacionales y los Estados. A eso nos enfrentamos: implica ofrecer algo de muy buena calidad, con buen sabor, presentación, color y olor para romper unos paradigmas. Cuando presentas un yogur alternativo tiene que competir con Alpina, hay que presentar un yogur superior en sabor, pero además, cuando se habla con el comprador hay que contarle que realmente está consumiendo un lácteo con fruta sin aditivos, que es del territorio, que para transformarla se usó menos carbono, menos gasolina, viene directamente de un campesino; esa ruta, esa trazabilidad, son elementos adicionales al buen sabor.
Pero como suele pasar con este tipo de ejercicios de autonomía, casi anárquicos, la Ley traza fronteras muy cerca. Jairo Antonio Arenas Álvarez, hace parte de Asoguaraní y produce crema artesanal de maní Saque de Aquí, para la que cambia el benzoato de sodio como conservante, por aceite de oliva, y sustituye la glucosa como endulzante por una dosis mínima de panela orgánica comprada a los trapiches debajo del puente de El Alambrado. Siendo también custodio de semillas de 72 especies diferentes de fríjol en el lote de la asociación, ratifica las limitantes fitosanitarias que se aplican –paradójicamente- a semillas totalmente limpias en Colombia.
“Si nos llegan a coger comercializando una semilla limpia pero no certificada, estaríamos infringiendo la Ley y nos daría cárcel. Por eso no tenemos soberanía alimentaria, que quiere decir que los pueblos tienen la autoridad sobre el material genético con el que se alimentan, que es lo que hacían nuestros ancestros. Hoy eso no se puede hacer, es lo que Monsanto nos venda. Y sin embargo estamos rescatando especies nativas, alto valor proteico, con plantas que ofrecen 5 cosechas cada una –cuando las variedades convencionales tienen una-, incluso con beneficios para el tratamiento de enfermedades como el mal de Alzheimer, con el fríjol mucuna, y así con variedades como el petaco, el cacha, el pallar, el caupí, el ruiseño, incluso el liborino, que campesinos de Liborina, Antioquia, salvaron de su extinción”.
¿Acaso hay algo más radical que defender nuestro legítimo derecho a elegir lo que cultivamos para comer? ¿Acaso hay algo más justo que esto? Mientras las corporaciones buscan monopolizar algo tan tradicional como la cosecha, cerrándonos la libertad de elección a los 20 alimentos de los que pueden sacar utilidades, existen comunidades que han abierto los ojos y que tejen redes basadas en la confianza, los saberes tradicionales y los sabores de nuestra tierra. Y es hora de rebelarnos, aunque sea de manera sosegada, comiendo lo que los grandes conglomerados te dicen que no existe. Recuerda lo que decía la anciana de Mad Max: “En el pasado, todos tenían lo que querían. En el pasado, no había necesidad de matar a nadie”.