La selva le habló a Daniela con la voz de la malaria

La selva le habló a Daniela con la voz de la malaria

Cuando despertó los vio parados al lado de su cama mirándola. Eso sintió; el resplandor intenso que desprendían le dificultaba identificar alguna expresión en donde, supuso, debería haber un rostro. Y pese a la luz que proyectaban, el ambiente que percibió era denso, oscuro, tenebroso. Recogiendo fuerzas de donde no las había, se incorporó lo mejor que pudo, y dejó escapar un hilo de voz: “Ya no más. No se aprovechen de mí. No me quiero quedar acá”.

Suena como una abducción. Pero a Daniela Aristizábal Gómez no la visitaron los extraterrestres. La explicación es mucho más sencilla, aunque sus efectos todavía los siente en el cuerpo: acaba de salir de un ataque de paludismo, también conocido como malaria. La fiebre que la inundó la llevó a un territorio de delirio que duró cerca de una semana. Y aunque ya superó, desde el punto de vista médico, la enfermedad, me cuenta que se sigue sintiendo disminuida. “A mí me hablaban de esto y yo pensaba que era como un dengue. No había dimensionado lo que es. Nunca había atravesado algo tan fuerte”.

¿Malaria en el Quindío? Le preguntaron de la secretaría de Salud del Quindío cuando la llamaron. Y aunque parece estar rebrotando esta patología en el departamento, los casos se siguen mirando con extrañeza, porque es algo característico de las selvas tropicales, no de los bosques andinos. No estaban equivocados. Daniela la contrajo en el Chocó.

“Este evento me profundizó la experiencia de cómo es la vida allá, a lo que se expone uno en una selva. Que un zancudo sea el responsable de la mayor cantidad de muertes en el mundo te hace caer en cuenta que la naturaleza tiene misterios indescifrables”.

Con el campo en la sangre

Con una infancia vivida en la finca familiar en la que sus padres han practicado toda la vida la agroecología, a Daniela le ocurren cosas que parecen unidas por un hilo, reconfirmándole su vocación. Con estudios en Gestión de Empresas Agropecuarias con especialización en Asistencia Técnica, ha dedicado sus días en convertirse en una de las neocampesinas más conocidas del departamento y en custodia de semillas. Hace más de 8 años decidió ofrecerle sus conocimientos a los interesados en darle un vuelco a la manera en la que administran la producción en sus predios.

“Ofrezco un servicio de Asistencia Técnica para la transición a la Agroecología. Lo primero que se siente cuando se llega a una tierra tratada de manera convencional es tristeza: por lo general hay poca cobertura vegetal porque no hay árboles y uno empieza a entender lo que sufren los cultivos al sol y al agua. Eso impacta mucho en la degradación del suelo, pero además usan agrotóxicos. Uno encuentra esos suelos todos chamuscados por el glifosato, con pocos insectos y aves, sin contar con el impacto en la salud de las personas que los trabajan, a veces sin elementos de protección personal e incluso sin la consciencia de lo que están absorbiendo”.

Sin embargo, esa es solo una cara del programa que ofrece, porque entiende que para cambiar las conductas y arrancar el modelo tradicional, hay que partir del componente cultural de las familias. “Es un proceso de entender a mi cliente y su familia, su contexto y su historia”, indica, “es como abrir una historia clínica para conocer lo que le está pasando, y también los sueños que tienen con el predio, porque deben interiorizar el riesgo del manejo de agrotóxicos; o por ejemplo, que las cosas deben quedar bien ubicadas para evitar un doble trabajo; un montón de resignificación de conceptos con la maleza, o que no hay basura sino hojarasca y que esta puede servir como abono”.  

El relacionamiento que sostiene con sus clientes termina convirtiéndose en una especie de estudio sociológico que se complementa con las recomendaciones técnicas orientadas sus cultivos o crías, con la parte presupuestal y el cronograma. “El precio que hay que pagar para adoptar la agroecología es el de desaprender y volver a aprender; así se tenga la plata, es algo que toma tiempo, y ese peaje se puede hacer más corto con un servicio como el que yo presto”. El modelo ha llamado la atención de empresas y fincas del Quindío, Risaralda y Antioquia, que han permitido que Daniela logre un reconocimiento regional en el tema. Un eco que llegó hasta el Chocó.

El llamado del Chocó

El año pasado Daniela se puso un reto. De visita a la casa de una hermana en Alemania, diseñó y puso a funcionar una huerta en un entorno que claramente, difiere del interior de Colombia. Eso la puso a pensar en la posibilidad de replicar la experiencia en los ambientes más diversos, casi como poniéndose un reto.

“Me dije “puedo hacer una huerta en cualquier parte del mundo… me crecen las cosas”. Y se me metió la idea de hacer una huerta al lado del mar. Mantenía imaginando cómo podría hacerlo y… parece que lo manifesté mucho porque se dio”. Sea por cuestiones del universo conspirando o por el alcance de sus redes sociales, algún día fue contactada por Juan Guillermo Alzate, amigo del colegio y que hoy trabaja con Mauricio Giraldo en el hotel Madreagua, en Arusí, corregimiento de Nuquí, en el Chocó. El mensaje la sorprendió: la invitó a desarrollar una experiencia similar a las que ya había asesorado, pero al nivel del mar, al frente del Pacífico, en pleno golfo de Tribugá.

-Debió ser una experiencia. El entorno no es ni parecido al del Quindío- opino.

-¡Total! Es otro agrosistema: una selva húmeda al lado del mar, uno de los lugares más lluviosos del mundo, con altísima humedad atmosférica y en el suelo y mucha competencia por el alimento. Los que más tienen presencia son los insectos, pero hay otras especies como la mapara, que es un cangrejo, y que se come hasta la ropa. Como les gustan las cosas tiernas, se comen en la noche cualquier brote que tú siembres en el día.

¿Cómo lo resuelven? Tanto para evadir los crustáceos como para evitar las inundaciones que se dan tan frecuentemente por la suma de fuertes lluvias y un alto nivel freático, es costumbre usar zoteas, que es como se le conoce a un tipo de mesas o camas levantadas del suelo en las que se siembran plantas aromáticas y medicinales. Junto con el pescado, el plátano, cebolla, algunos tipos de papa y yuca, estos productos son la base de la dieta alimentaria de Tribugá.

“Entonces empecé a trabajar en el hotel y se generó el voz a voz de que me habían contratado. Y terminé relacionándome con las comunidades”, continúa. El aprendizaje corrió, como se esperaría, en ambos sentidos. Y mientras Daniela absorbía una serie de conocimientos ancestrales también se daba cuenta del desconocimiento de las plagas que atentaban, por ejemplo, en contra del plátano popocho o cachaco que siembran.

“Estábamos en el cachacal (el cultivo) y empezamos a encontrar muchas plantas volcadas. Cuando les preguntaba la razón, la respuesta apuntaba al efecto del viento. En el Quindío conocemos muy bien este producto, y sabemos del efecto, por ejemplo, del gusano Tornillo, que se come el tallo; de los nematodos que se comen las raíces; o del picudo, un escarabajo que crea galerías internas. Entonces los invité a abrir una de las plantas caídas”.

-¿Y si era una plaga? -Claro, era un picudo. Ellos nunca habían visto uno. Y ahí se da cuenta uno de que, aunque es una región tan fértil por el origen volcánico de sus suelos, y las oportunidades que tienen para autoabastecerse, terminan comprando piñas a 30.000 pesos que llegan en lancha, en gran parte porque les falta la asistencia técnica que acá tenemos como algo habitual.

Una limpia desde la selva

El acompañamiento que Daniela ofreció en esa primera visita hizo que se fortalecieran sus lazos con la comunidad de Tribugá, y le abrió las puertas para regresar el pasado mes de junio: en su agenda estaban otros hoteles, fundaciones, e incluso el Jardín Botánico del Pacífico. Esta segunda oportunidad traía un nuevo componente; un taller audiovisual con un equipo de biólogos y fotógrafos. La oportunidad de conocer la fauna a su vez que aprendía del manejo de la cámara y temas como storytelling.

-Salíamos a buscar ranas, mamaculebras, verrugosos, búhos… El caso es que tocaba salir de noche, y ahí te pican otras especies de moscos.

-Y ahí te infectaste.

-Yo creo, porque las hembras del anopheles salen después de las 7:00 de la noche a chupar sangre para poder gestar sus huevos. Y son ellas las que llevan el parásito de la malaria. Y allá no me dio nada. Yo volví al Quindío el 5 de julio, y el 11 me empecé a sentir diferente, con escalofríos, dolor en el cuerpo y como si me fuera a dar una gripa, congestión, decaimiento, frío. Me mandó para la cama.

-¿Fue ahí cuando empezaron las alucinaciones?

-Sí. Eran unas fiebres impresionantes en las que yo entraba como en un viaje astral, perdía la consciencia y de repente no estaba en mi cama, sino por ejemplo en el Chocó, hablando con la gente. Pero luego empecé a sentir el sufrimiento de muchísima gente: eran las millones de personas que han sufrido la enfermedad a lo largo de la historia, y que la ha convertido en la más letal, desde hace más de 10.000 años. Y sentí el dolor de contagiados por milenios.

Cuenta que, en medio de sus delirios, dialogó con el parásito. Y este le mostró como infectaba sus células, mientras ella trataba de resistirse. Luego empezó a ver entidades de corporeidad difusa “como refracciones de luz, que parecían estar cuidándome, doblándome la ropa, arreglándome el cuarto”. Pero a una semana de estar en un constante estado alucinatorio, Daniela pasó a otro plano, que por primera vez en su viaje se sentía macabro.

-Empecé a ver siluetas que parecían claras, demasiado luminosas, pero yo sabía que no lo eran, que estaban aparentando porque tenían una energía demasiado oscura. Intenté tomar consciencia porque ya era demasiado para mí. Me levanté y dije no más. Estaba cansada después de 7 días. En ese cuarto día les dije que no se aprovecharan de mí, que no me quería quedar por allá.

-¿Funcionó?

-Funcionó que al otro día me empezaron a dar medicación para la malaria- ríe –Al principio no sabíamos qué tenía, pero una de las amigas que dejé allá sugirió que me hicieran la prueba del paludismo y salí positiva.

Con la administración de los medicamentos el parásito murió y acabó la enfermedad, aunque me cuenta que su hígado sigue resentido por haberlo alojado mientras hacía su ciclo reproductivo. Pero la experiencia –visiones aparte- le dejó una reflexión.

– Me rayó la mente, porque afortunadamente me estalló en la casa, con mi mamá al lado, me podían dar medicamentos, tenía un hospital cerca y eso hace toda la diferencia. Es increíble que pasé esto en la selva y no tengan ni un puesto de salud. Las medicinas sí están en Nuquí, pero está a 40 minutos en lancha. Es un encuentro cercano con la muerte, seguramente a un niño, una mujer embarazada o un adulto mayor se los lleva. Además, es una enfermedad que puede repetir, no se genera una inmunidad ni una resistencia.

Podría concluir esta nota diciendo que Daniela conoció a las malas algo de esa Colombia profunda y olvidada por décadas por los partidos tradicionales. Pero ella ha estado en muchas luchas y estoy seguro que ya existía esa consciencia por la realidad de los territorios. Y sin embargo hay que reconocer que la selva le enseñó una partecita de quien es: una entidad misteriosa, ingobernable, mística, que la acogió para presentársele y luego le habló con la voz de un parásito en su sangre. Una voz milenaria, inconmesurable para nosotros, casi una purga con la que limpió su occidentalidad, su centralismo, el carácter citadino que tiene pese a llevar el campo consigo todo el tiempo.

-¿Te quedaron ganas de volver?

-Claramente voy a volver al Chocó- responde orgullosa.


  • Las fotografías del Chocó son de autoría de Daniela Aristizábal. La imagen del delirio tiene elementos de IA.

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