Dunkerque está perdido

Dunkerque está perdido

El asalariado promedio se levantó sobre el tiempo. Trabaja en casa. Lo primero que hizo fue tomar un vaso con agua siguiendo una recomendación que le brindó su madre. Comenzó el día buscando un café y lo encontró; uno frío del día anterior, el suficiente para llenar una taza hasta el tope. Mientras lo sorbía, preparaba uno nuevo. Le dieron las 8:03, por lo que tuvo que correr a conectarse al trabajo. No hubo tiempo para bañarse. A la mitad de la sala un poco de líquido decidió saltar de su taza hacia el suelo. Miró la escena y pensó en que más tarde la limpiaría.

Recibió su primera llamada, en la que le preguntaban por algo que debía enviar el día anterior. Pidió tiempo, colgó. Fue a atender a sus gatos, sacó el perro, y de regreso se sirvió otra taza de por la mitad, esta vez recién preparada. Los restos del café anterior se secaban paulatinamente, mientras el asalariado percibía la mancha cada vez más grande. De igual forma la ignoró; no tenía tiempo para tales minucias. Se sentó a trabajar con los audífonos puestos para generar un ruido que no le permitiera hablar consigo mismo, dejó pasar el tiempo mientras hacía una cantidad de clicks que le permitiera ganarse su sueldo del día, respondiendo llamadas insistentes de otros asalariados que querían cuidar su estatus de asalariados.

Llegaron las 11:43 de la mañana. Intentó tomar otro sorbo de la bebida oscura de manera infructuosa, pues se había terminado. Se levantó rumbo a la cocina, los rastros del suelo parecían dominar un porcentaje considerable de su sala. Recordó que no había alcanzado a bañarse por lo que se sintió incómodo y somnoliento. Ignoró esa sensación y rellenó la taza. Pensó en el almuerzo, sacó un trozo de carne del congelador y continuó con su día. La gata más vieja a su lado derecho lamiendo su cabello, el perro acostado a su izquierda mirando la calle, y una pantalla negra que lo observaba con el reflejo de su cara de miserable. La mancha seguía tomando vida, cada minuto que pasaba, se sentía más ruidosa. No tenía tiempo de limpiarla. Debía almorzar.

Sin mucho tiempo para cocinar algo, se levantó, pasó por un lado de la mancha como si de un mueble se tratase, hizo el almuerzo y lo consumió. Ya era tarde, debía regresar al trabajo. Se levantó, dejó el plato sin lavar en la cocina, se bañó, se vistió con la misma ropa del día anterior y miró la mancha. Se sintió juzgado. Se sentó en su silla gamer de oficinista estrato medio a mirar como sus hojas de Excel se burlaban de él. Cada minuto que pasaba la mancha iba aumentando sus dominios. Cada momento era más incómoda. Comenzó a gritarle cosas al asalariado con la superioridad moral de ser la duquesa de la casa. Como medida de defensa, el asalariado le subió el volumen a sus audífonos. Su estrategia defensiva fue tomar café, presionar botones cada vez más fuerte, cada vez más rápido. Pretendía que esta no existía, que no estaba ahí, aunque realmente cada vez tomaba un porcentaje más significativo de la casa. El asalariado quería levantarse a luchar contra ella pero sus pies estaban atrapados en su silla. Las llamadas continuaban, los proyectos rompían sus defensas, acabando poco a poco su fuerza de voluntad. Estaba acabado.

La tarde avanzaba bajo asedio. La mancha había logrado alianzas estratégicas con el Excel, las llamadas y los perros vecinos. No había Jon Snow que pudiera luchar en contra de tal poder de ataque. El asalariado recurre a sus mejores defensas. Su plan es opacar el ruido de la mancha con cosas de internet, cosas que no sabías de…, top 10, audiolibros, música, críticas, redes sociales, todos al mismo tiempo. Nada parecía suficiente para aguantar. Se intenta levantar, pero le llega otra llamada, el compromiso que debía entregar nunca fue enviado. No supo cómo poner como excusa que una mancha de café en su piso le había secuestrado su mente. Decidido a luchar, se levantó, fue a por la mancha. En el camino al trapeador se detuvo a observar. La guerra estaba perdida, la mancha se había unido con las marcas de botas del día anterior, la gotera calcificada en el rincón, la salsa de tomate que derramó en el almuerzo, la montaña infinita de trastes en la cocina, el olor a cañería en el baño y las moscas de la basura de patio. El pánico se apoderó de su ser. Rendirse o huir. Tomó la segunda opción. Subió a su corcel y escapó. Este fue su Dunkerque.


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  • Las imágenes empleadas para esta columna fueron tomadas de Pixabay

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