La reciente sentencia de la corte federal del distrito Sur de La Florida, que señala a la empresa Chiquita Brands International como financiadora del paramilitarismo en Colombia no solo representa un punto de inflexión para la historia -tan bien conocida pero tan poco reconocida, de las autodefensas en el país-; también sirvió para que una parte de la población de ideas ultra conservadoras alzara la voz en una discusión que ya se nos hace rancia: la protagonizada entre quienes señalan al empresariado como culpables de todo lo crítico en el país, y quienes niegan cualquier participación del mismo en hechos claramente comprobables.
Pero llama la atención la miopía, tanto del aparato judicial en Colombia, como del Estado y de la misma ciudadanía frente a este tipo de eventos. Y es que el caso de la bananera que –lo vamos a decir en voz alta porque ya hay un fallo que nos avala- metió plata a las Autodefensas Unidas de Colombia – AUC para que perpetrara crímenes contra campesinos del área de Urabá entre 1997 y 2004. Y es que el carácter irregular de las prácticas de la compañía estadounidense era ampliamente conocido incluso desde inicios del 2000, cuando se desató una cruenta guerra que fue cubierta por periodistas como Ignacio Gómez –hoy director de Noticias Uno-.
Pero vayamos más atrás. A riesgo de poner a rabiar a la senadora María Fernanda Cabal, hay que recordar la masacre cometida en 1928 en Ciénaga, Magdalena, por parte de la United Fruit Company, para cortar con una huelga organizada por el sindicato de los trabajadores que buscaban mejores condiciones de trabajo. En este hecho delictivo, el Ejército nacional abrió fuego en contra de los huelguistas que congelaron sus actividades para manifestarse bajo órdenes del Presidente de la República conservador Miguel Abadía Méndez.
El hecho hace parte de la historia oficial del país, e incluso es relatado por Gabriel García Márquez en ‘Cien Años de Soledad’, lo que le ha valido de las facciones más contestatarias de la sociedad, calificativos que no lo bajan de comunista. Con esta agresión del Estado en contra de la población civil por encargo de una fuerte empresa extranjera, arrancaría en el país el contubernio entre fuerzas militares y particulares, en torno a la protección de negocios que solo benefician a los industriales y que con los años se sofisticaría bajo la figura de las Convivir.
¿Qué pasó con la United Fruit Company? Lo mismo que con Abadía Méndez: nada. Si bien el negocio decayó en la década de los 30 del siglo pasado y los registros oficiales hablan de que la firma habría migrado a otras latitudes para sostener su producción, en 1970 se fusionaría con uno de sus competidores y resurgiría con una nueva razón social. ¿El nuevo nombre? Chiquita Brands Company. Sin atisbo alguno de moralidad y frente a la vista del Estado colombiano, la responsable de la masacre de las bananeras retornó al país para hacerse cargo de la producción de nuevo.
Y entonces sucedió de nuevo. Con la excusa de garantizar la protección de sus trabajadores, los ejecutivos de la firma pactaron con líderes paramilitares colombianos, pagos con los que se financió un proceso de despojo de tierras en Urabá con complicidad del Estado colombiano. Adicional a una acusación que cursa en contra de la Compañía Bananera Atlántica Limitada – COBAL (una subsidiaria de Chiquita), la multinacional enfrenta ahora un fallo que anuncio, será apelado. ¿Y luego qué? Pues que cambiará de piel, y bajo la bendición de un Gobierno que siempre se ha desentendido de los derechos de los trabajadores rasos, dejará entrar el lobo nuevamente. Y así en eterno bucle, hasta que reviente el próximo escándalo. Y ojo, que no es la única firma que lleva el pecado encima.