Ser el protagonista de las historias que otros se cuentan sobre uno mismo tiene su gracia, aunque a veces me quede mirando al vacío pensando: “¿De verdad creen eso de mí?” En este universo alterno, mi madre no solo me ve como guapo, sino que probablemente cree que yo inventé la belleza misma; mis sobrinos me imaginan con más dinero que un jeque árabe; y en la arena social, parece que algunos piensan que tengo un séquito de admiradoras cual estrella de rock. Pero vayamos por partes, porque este relato merece ser disfrutado.
La belleza. Ese concepto tan subjetivo que, según algunos, yo manejo con maestría. Si fuera cierto, ya tendría ofertas de modelaje o, al menos, un club de fans. Pero mi espejo y yo sabemos la verdad: soy un tipo común, con un estilo más bien funcional (léase: lo que esté limpio) y una sonrisa que, según me han dicho, “es simpática”. Nada mal, pero tampoco para exagerar. Aun así, si alguien quiere creer que soy el Brad Pitt del barrio ¿quién soy yo para romperles la ilusión?
Ahora, el tema del dinero. Ah, mis queridos sobrinos, esos genios de la aritmética que han llegado a la conclusión de que soy rico. ¿Será porque siempre traigo caramelos en los bolsillos? ¿O porque he aprendido el arte de sacar efectivo justo antes de que me rechacen la tarjeta? Lo cierto es que mi riqueza es más de experiencia que de billetes. Claro, de vez en cuando me doy un gusto, como invitar a una pizza o un helado, pero esa idea de que soy millonario… digamos que es un mito muy entretenido.
Y la vida social, esa fascinante novela que parece escribirse sola. Según las teorías populares, tengo más admiradoras de las que caben en un estadio. Qué halago, ¿no? Pero la realidad es más sencilla: soy un tipo amigable, con un círculo reducido y conversaciones que giran más en torno a los precios del mercado que a conquistas legendarias. Eso sí, no niego que, de vez en cuando, una sonrisa inesperada ilumina el día.
¿Y qué si no soy tan lindo, tan rico ni tan rodeado como algunos creen? Me gusta pensar que el verdadero lujo está en reírme de estas historias y disfrutarlas por lo que son: una prueba de que a veces, los demás te ven más grande de lo que te ves tú mismo. Y al final, eso también tiene su magia.
Así que, ¿qué hay de malo en no ser el príncipe encantado? A veces, ser el tipo común que se ríe de sí mismo es mucho más divertido.
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