Natillas y buñuelos

Natillas y buñuelos

Me pasa muy a menudo y este año no fue la excepción: solo me he comido una natilla a estas alturas de diciembre. Ni siquiera me comí el buñuelo. Me la había pasado una vecina el día anterior, y la noche había dejado su legado en las condiciones elásticas y de rebote, convirtiéndolo en una bola de goma que el portero recibió de buena gana para remojarlo en chocolate y vencerlo.

Me he comido solo una natilla, y eso resuena en mí con cada vez mayor gravedad, porque años antes, cuando era joven y tonto (más joven y más tonto) había renegado de un platillo que, en su época abundaba. Tuve, en ese momento, el atrevimiento de tratarla a ella y a su esférico acompañante con desdén. Y no sé por qué. Porque cuando se es joven y tonto te atreves a criticar la pizza con piña cuando secretamente la amas. Una postura postiza con la que te traicionas con tal de quedar como el tipo alternativo.

Así que acá estoy para darles su lugar como el único componente de nuestra Navidad, que realmente nos pertenece. Porque el resto es una colección de tradiciones heredadas que buscan acercar nuestra celebración a lo que vemos en películas y postales extranjeras. ¿El pesebre? Creado por un sacerdote umbro (hoy Italia) conocido como Francisco de Asís, nos llegó en el kit católico instalado cordialmente por la conquista y actualizado por la inquisición. ¿Decorar un árbol con una estrella? Muy babilonio y pagano para estar en una casa de bien. ¿Santa Claus? El cosplay de Nicolás de Bari, un obispo de la actual Turquía, y quien recibió una reingeniería por parte de una empresa de sodas oscuras (conocida por dejar sin agua a La Calera) para vendérnoslo ataviado con los colores institucionales.

Viéndolo así, nuestras celebraciones navideñas es algo parecido a esa barra de jabón que se hace uniendo varios jabones moribundos cuando la economía flaquea. ¿Y qué nos queda de autóctono en todo esto? Sin lugar a dudas, la natilla y el buñuelo son lo más propio que podemos encontrar por una razón sencillísima: por el maíz.

Y ojo: no estoy diciendo que la preparación haya nacido en tierras americanas. La natilla colombiana puede ser rastreada desde sus orígenes árabes, en la que monjes experimentaban con combinaciones de leche, azúcar y especias. Pero cuando llegó la receta a tierras americanas de la mano de España, el trigo tuvo que ser reemplazado por maíz y endulzado con caña panelera. Entre tanto, la genealogía del buñuelo parece más difusa, pero se sabe que tanto europeos como africanos tenían la costumbre de freír amasijos. Y para esto se necesita de almidón… qué mejor que el maíz, que además demostró comportarse demasiado bien en textura y sabor (con tal de no dejarlo enfriar).

Así que hay está: en modo disculpa por estas dos delicias, que son el reflejo del mestizaje que nos hace colombianos. Lo único en nuestras costumbres navideñas que realmente aportamos al relato. No es más.


– Las expresiones acá plasmadas no representan exactamente la línea editorial del medio.

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